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Entre el Ruido y la Hermandad: El Grindcore como Ritual de Pertenencia

Existe en el mundo de las sonoridades algo más que un simple estruendo, más que una tormenta de decibeles desgarrando los límites de la percepción, más intenso que la poesía oscura y la literatura misantropa. El grindcore, un género que se materializa como una explosión definitiva de la desesperanza convertida en arte, un vómito sónico que estalla como metralla candente en la carne de los conformistas, un evangelio blasfemo que no busca redención, sino caos, destrucción y verdad cruda. Es un idioma de furia pura, un alfabeto de blast beats y disonancias hirientes que nos arrastra a un abismo donde el dolor y la lucidez convergen en un solo estado, donde la brutalidad no es mero ruido, sino la manifestación más sincera del descontento existencial. No importa si a veces nos entregamos a la negrura impenetrable del doom, a la complejidad enrevesada del jazz o a la sucia nostalgia del pop en su faceta más decadente, el grindcore persiste en el sistema nervioso como una infección irredimible, una arritmia de furia contenida que nunca nos abandona. Porque no es solo un género, es el canto de un colapso inminente, la maquinaria demente del fin del mundo afilada hasta el paroxismo, una sinfonía de violencia quirúrgicamente ejecutada que resuena con el pulso mismo de nuestra existencia.

El grindcore no llega a ti por accidente, no se desliza suavemente en el murmullo cotidiano ni se insinúa en la cadencia domesticada de la cultura de consumo a través de las radioemisoras, se oculta en la mugre, fermenta en sótanos donde la luz apenas respira, nace de la distorsión hiriente de grabaciones tan crudas que parecen esputo sonoro. Es un espectro que acecha en los márgenes, un ruido de pesadilla que solo los iniciados logran descifrar. Y cuando te alcanza, no hay retorno. Cruzas el umbral del hammer blast como quien abre un portal a la locura, los alaridos de ultratumba se adhieren a tu médula y algo, -en lo más profundo de tu psique-, muta de forma irreversible. La música ya no es melodía, es un choque de carne contra metal, un cataclismo sonoro que reconfigura tu percepción. Has sido marcado, condenado a un éxtasis atroz del que jamás podrás desprenderte.

Pero más allá de la saturación sónica, el grindcore nos da algo que pocos géneros pueden ofrecer con la misma pureza, una comunidad. No importa si estás en un festival masivo o caminando por una calle cualquiera, cuando ves a alguien con una polera de Napalm Death, una chapita de Agathocles o un parche de Insect Warfare en su chaqueta, sientes que te encontraste con un cómplice en medio del caos. Un hermano o hermana del ruido. No necesitas hablar, a veces basta con un leve gesto de aprobación, una mirada cómplice, porque en ese pequeño reconocimiento hay una historia compartida. noches enteras destruyendo tímpanos, pogo salvaje en un antro sudoroso, cassettes pirateados con portadas fotocopiadas hasta el desgaste y esa rebeldía que supimos mimetizar para calzar en una sociedad impuesta.  

El grindcore no se puede entender sin sus discos fundamentales, esas odas al caos que trascendieron lo musical para convertirse en manifiestos de furia, desobediencia y nihilismo sonoro. El primero de ellos, el inamovible monolito de la anarquía, “Scum” de Napalm Death, este álbum en sus 30 minutos y 4 segundos de asalto ininterrumpido, no solo definieron el género, sino que detonaron una revolución en la música extrema. Con riffs que laceran, un bajo que ruge como el motor de un apocalipsis inminente y una batería que se siente como una metralleta, “Scum” es el evangelio primigenio del grindcore. Cada tema es una puñalada quirúrgica, cada grito un alarido de insurrección.

Si Napalm Death forjó el acero, Repulsion lo oxidó con sangre y podredumbre. “Horrified” es el hedor de la muerte convertido en sonido, una pesadilla de ultratumba donde los riffs arrastran cadáveres y la batería galopa con la impiedad de una plaga medieval. Su sonido primitivo y corrosivo sigue retumbando como una profecía malsana que, décadas después, aún infecta los tímpanos de los incautos. Desde las entrañas heladas de Suecia emergió Nasum con “Inhale/Exhale”, un ataque quirúrgico que combinó la brutalidad del grind con una precisión casi industrial. Aquí no hay espacio para la piedad, cada golpe de batería es una ejecución sumaria, cada riff un bisturí que corta sin anestesia. Es la modernización del género sin sacrificar un ápice de ferocidad. Y si hablamos de ferocidad llevada al extremo de lo conceptual, “Prowler in the Yard” de Pig Destroyer es un testamento de pesadillas. Este álbum es un descenso al horror, un relato de obsesión y depravación narrado con guitarras afiladas como navajas y una voz que escupe desesperación en cada frase. No es solo música, es una película de terror en la que el oyente es la víctima o el victimario dependiendo de tu estado mental y emocional.

Pero el abismo del grindcore no se detiene en los nombres más visibles. En las catacumbas del underground, en las cloacas más pútridas del género, residen actos infames como Warsore, Dahmer, Last Days of Humanity y Dead Infection, quienes llevaron el sonido hasta los límites de lo humano. Con gravity blast que rebasan el umbral de lo soportable, distorsión que se convierte en un muro impenetrable y guturales que parecen salidos de una fosa común. Aquí el género deja de ser solo música y se transforma en una experiencia sensorial de decadencia absoluta e inmunda. Estos discos en lo personal no son simples colecciones de canciones y material para los melómanos. Son documentos históricos de una época en la que el DIY era un grito de masacre, en la que el horror y la política se entrelazaban en portadas crudas, donde la fealdad visual reflejaba la ferocidad del contenido. Porque el grindcore no solo se escucha, se respira, se huele a descomposición, se siente en la piel con cada impacto de baqueta retumbando en toda la corteza auditiva. Es la última frontera de la música extrema, un reino donde solo los más valientes osan entrar… y de donde muchos no volvemos a salir.

Pero el grindcore es también un viaje visual. Las carátulas de los discos son una extensión de la música, una puerta de entrada a una dimensión grotesca donde la realidad se distorsiona. Desde el collage de tripas y cadáveres de Carcass en “Reek of Putrefaction”, hasta el minimalismo sepulcral de “World Downfall” de Terrorizer, el arte de los discos nos prepara para lo que estás por experimentar, una experiencia sensorial extrema. Pero no es solo la brutalidad gráfica lo que define la estética del grindcore. También está esa crudeza del fotocopiado en blanco y negro, las letras hechas a mano, los zines desgastados que circulaban de mano en mano con direcciones de contacto escritas a máquina. El arte del grindcore no busca la belleza convencional, sino que abraza la deformidad, la podredumbre, la protesta visceral contra un mundo hostil. Incluso hay momentos en los que la música, el arte y el estado mental en que te sumergen estos discos generan experiencias que van más allá de lo tangible. 

Escuchar un disco como “Need to Control” de Brutal Truth en completa oscuridad puede hacer que te sientas atrapado en una pesadilla febril. Las texturas sonoras de “Discordance Axis” pueden generar imágenes mentales que rozan lo alucinógeno. Es un viaje sensorial en el que la distorsión y la velocidad extrema alteran la percepción de la realidad.  Si hay algo que nos une como fanáticos del grindcore es que, en mayor o menor medida, somos anomalías dentro de un mundo que busca encasillarnos. No somos el tipo de personas que siguen las normas sin cuestionarlas. Nos sentimos fuera de lugar en la mayoría de los entornos convencionales, pero encontramos refugio en este ruido impío que los demás no entienden.

Y aunque podemos apreciar otros géneros y tener gustos variados, podemos parecer seres completamente “normales”, usar ropa formal, ocupar puestos de trabajo incluso prestigiosos, pero siempre volveremos a lo mismo, a esa descarga de energía pura que nos hace sentir vivos, que incluso en la intimidad de nuestro hogar descansa como una especie de altar para la inmundicia y decadencia humana, compuesto de discos y cassettes que probablemente jamás dejarán de pertenecer a nuestro mundo. Porque el grindcore no es solo una colección de ruidos. Es un refugio, una válvula de escape, una identidad. Y cuando nos cruzamos en la calle, en un concierto o en cualquier otro lugar del mundo, no importa si venimos de diferentes países, si hablamos distintos idiomas o si nunca nos hemos visto antes. Sabemos que pertenecemos al mismo culto del ruido. Y eso, en un mundo cada vez más alienante, significa todo.

Es un código secreto, una hermandad del caos, un refugio para quienes nunca encajaron. Desde los discos que son reliquias hasta la conexión instantánea al ver una polera o un parche, el grindcore es más que música: es identidad.

Written By

Notera y creadora de contenido en iRock. Leal servidora del Rock, el Metal y los sonidos mundanos. Conductora en "La Previa" y Co-conductora en "Rock X-Files". | Mail: litta@irock.cl

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